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.' ' . ··· ARGUMENTO Calderón y su honor calidoscópico José Manuel Losada Goya J. L dh·crsas (oncpcionc del honor Intentar resumir en tan solo tmas pginas lo que ya ha hecho Ucn·amnr ríos u� tinta es una empresa tan ardua corno pretenciosa; por ello preferirnos hacer una elección que nos pcrlllita ceñimos a ar una se- rie de pautas encaminadas a ne�iones steriores ';·c\u; Ícrn� t:in ri�anido coo es el del honor en el teatro de Calderón. pc de Vega, Rojas Zorrilla, Mira de Acscua y Alarcón -por no citnr más uc unos nombres em- blemáticos- ya lo h;n tratado en sus diversas ver- tientes; no está de menos, sin embargo, que recorde- mos de nwncra un tanto somera el enorme abanico lifacético en el que se desenvuelve ta comedia y del que, a nuestro entender, Calderón da debida cuenta tanto a lo largo de sus comedias de intriga como de sus dramas y autos sacramentales. En efec- to, lo que para unos era tangencial, lo que para otros era materia prima de embrollo dramatúrgico, en nuestro autor viene a ser quintaesenciado de manera que el honor constituye la espina dorsal de muchas de sus obras y, ca incluso decir, de su conceión misma del mundo. En un libro que promete nuevos descubrimien- tos, Mackenzie desarrolla el dualismo que enmar- ca al barroco español (véase 1993, 1-6); sin ner en duda la seriedad de lo que ahí se anuncia -<le hecho Souillcr aya esta teoría cuando describe <d'opsition fondarnentale, dans la psyché caldé- ronienne, entre raison et instincts» ( 1985, 241 ); algo muy diferente y con lo cual ya no estarnos en modo alguno de acuerdo es en el reduccionisn10 amor/honor que han propugnado algunos críticos (véase Ter 1-Iorst, 1982: 1 43, nosotros preferi- mos hablar de pluralidad, de incontables posibili- dades que se ofrecen a estas operas apertas, mu- cho mayores de las que se dan en otras manifesta- ciones barrocas eupeas de la éca. Hablaos, pues, de abanico lifacético, especie de calidos- copio repleto de rnultifomtes espejos inclirwdos: la im;,.�cn resulta evidentemente multiplicada -mm- que no forzosamente de nncra simétrica, como ocue en el efecto calidoscüpico- a medida que vamos leyendo cada una de las páginas de las dife- rentes escenas que comnen sus piezas de teatro. 1/ANTHROPOS EXTRA 65 Cieo es que en el calidoscopio c.s preciso mirar por el extremo opuesto: otro tnlo ocurre en las comedias del insigne autor puesto que estamos en pleno barroco. Para contemplar el rostro es preciso pasar a través de la máscara; de las nníltiples más- c>ras que representa cada personaje y de las infini- tas r• •stura> que puede adoptar una misma escena: ,.f·. oaroque ne fait qu'élcver la troisitnle puis- sancc ce jcu d'intclligibi!ité des signe de plus en plus intériorisés» (Cioranescu, 1988: 290). �s asפctos bajo los cuales se nos puede presen- tar el honor en las comedias de Calderón son cse� cialcnte cuatro: el honor concebido coo 1cuali- ,dad-cibida en el nacimiento, el honor concebido_ coo la pureza de sangre, el honor concebido como la {ecornnsa debida a la vittud y, finalrncnte, el honor concebido como la Opinión. E;ta escueta rcca- pitulaciün de lo que hemos pido esdiar en otros momentos. t;1n dispar a otras conceiones del honor en diferentes países, supone la posibilidad de afron- tnr el tema tlc.idc muy divcrs:ts COIncrns. Ca resaltar, por ejemplo, que las dos primeras hnccn referencia ni honor que un pcrsoníljc determi- nado ha recibido sin mérito alguno r su parte; pa- rarraseando a Calderón, le podríamos preguntar a ese פrsonaje que se vanaglcria de haber nacido no- ble o «puro de mala sangre de moro o judí>: ¿qué mérito cometiste para ganarlu naciendo? Por el con- lrario, lo misrno urre en sentido opuesto cuando 7:·r un פrsonaje cometió el delito de nacer, ngamos por caso, plebeyo o morisco. Así, no hay duda algu- ..•. na sobre el deshonor que conlleva un nacimiento in- digno, máxime en una sociedad tan estricta como la �: de la España del Siglo de Oro. En esa épocn, donde '' reglas y formalidades contaban sobremanera, el he- cho de proceder de origc: «impropi� conllevaba consecuencias t:m nefastas como d mismo deshonor · del פrsonaje independientemente de su mismo va- lor personal: baste pensar, por ejcmr!•), en Los Lalccs de amor y fortCifla o en Amar desptu's de la muerte o rl Tuwnf de la Al¡wjarta, pílra conar lo que venimos diciendo. __ Muy otro es el caso de quien no hn recibido ese honor que le otorga la sociedad sino qc:e más bien se sa ador de una valía cuyo artífice es su propia virtud. A nadie se le cscnpa que una primera mani- festación verbal del car;ícter intc1ior de este honor es esa frase -«frase estándar», r utiliz:1r un tém1ino acnñado r Pitt-Rivers (1983: 22)- que sale una y o: .1 vez de los labios de tantos rsona:cs del teatro del Siglo de Oro: «YO soy quien soy». Esto que - drfa parecer Ü;1nal o incluso trivial para la concep- ción pragmtica contcmrnea no lo ero, ni mucho menos, en aquella época. Nos parece altamente re-

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ARGUMENTO

Calderón y su honor calidoscópico

José Manuel Losada Goya

J. Las dh·crsas (onc<;pcionc-3 del honor

Intentar resumir en tan solo tmas p:lginas lo que ya ha hecho Ucn·amnr ríos u� tinta es una empresa tan ardua corno pretenciosa; por ello preferirnos hacer una elección que nos pcrlllita ceñimos a �ar una se­rie de. pautas encaminadas a rene� iones posteriores

'Sti!J;·c\u; Ícrn� t:in ri�anido corno es el del honor en el teatro de Calderón.

Lopc de Vega, Rojas Zorrilla, Mira de Arncscua y Alarcón -por no citnr más c¡uc unos nombres em­blemáticos- ya lo h;-¡n tratado en sus diversas ver­tientes; no está de menos, sin embargo, que recorde­mos de nwncra un tanto somera el enorme abanico polifacético en el que se desenvuelve toda comedia y del que, a nuestro entender, Calderón da debida cuenta tanto a lo largo de sus comedias de intriga como de sus dramas y autos sacramentales. En efec­to, lo que para unos era tangencial, lo que para otros era materia prima de embrollo dramatúrgico, en nuestro autor viene a ser quintaesenciado de manera que el honor constituye la espina dorsal de muchas de sus obras y, cabe incluso decir, de su concepción misma del mundo.

En un libro que promete nuevos descubrimien­tos, Mackenzie desarrolla el dualismo que enmar­ca al barroco español (véase 1993, 1-6); sin poner en duda la seriedad de lo que ahí se anuncia -<le hecho Souillcr apoya esta teoría cuando describe <d'opposition fondarnentale, dans la psyché caldé­ronienne, entre raison et instincts» ( 1985, 241 ); algo muy diferente y con lo cual ya no estarnos en modo alguno de acuerdo es en el reduccionisn10 amor/honor que han propugnado algunos críticos (véase Ter 1-Iorst, 1982: 1 43}-, nosotros preferi­mos hablar de pluralidad, de incontables posibili­dades que se ofrecen a estas operas a pertas, mu­cho mayores de las que se dan en otras manifesta­ciones barrocas europeas de la época. Hablarnos, pues, de abanico polifacético, especie de calidos­copio repleto de rnultifomtes espejos inclirwdos: la im;,.�cn resulta evidentemente multiplicada -mm­que no forzosamente de rnnncra simétrica, como ocurre en el efecto calidoscüpico- a medida que vamos leyendo cada una de las páginas de las dife­rentes escenas que componen sus piezas de teatro.

1/ANTHROPOS EXTRA 65

Cierto es que en el calidoscopio c.s preciso mirar por el extremo opuesto: otro t;-tnlo ocurre en las comedias del insigne autor puesto que estamos en pleno barroco. Para contemplar el rostro es preciso pasar a través de la máscara; de las nníltiples más­c>ras que representa cada personaje y de las infini­tas r•�•stura> que puede adoptar una misma escena: ,.f·. oaroque ne fait qu'élcver � la troisitnle puis­sancc ce jcu d'intclligibi!ité des signe!; de plus en plus intériorisés» (Cioranescu, 1988: 290).

�s aspectos bajo los cuales se nos puede presen-tar el honor en las comedias de Calderón son� cseri� cialrncnte cuatro: el honor concebido corno 1� cuali­,dad-i-ccibida en el nacimiento, el honor concebido_., corno la pureza de sangre, el honor concebido como la {ecornpcnsa debida a la vittud y, finalrncnte, el honor concebido como la Opinión. E.o;;ta escueta rcca­pitulaciün de lo que hemos podido estudiar en otros momentos. t;1n dispar a otras concepciones del honor en diferentes países, supone la posibilidad de afron-tnr el tema tlc.idc muy divcrs:ts CO!)I<lncrns.

Cabe resaltar, por ejemplo, que las dos primeras hnccn referencia ni honor que un pcrsoníljc determi­nado ha recibido sin mérito alguno por su parte; pa­rarraseando a Calderón, le podríamos preguntar a ese personaje que se vanaglcria de haber nacido no-ble o «puro de mala sangre de moro o judíO>>: ¿qué mérito cometiste para ganarlu naciendo? Por el con­lrario, lo misrno ocurre en sentido opuesto cuando 7:·r un personaje cometió el delito de nacer, pongamos por caso, plebeyo o morisco. Así, no hay duda algu- ..•.

na sobre el deshonor que conlleva un nacimiento in­digno, máxime en una sociedad tan estricta como la �: de la España del Siglo de Oro. En esa épocn, donde '' reglas y formalidades contaban sobremanera, el he­cho de proceder de origc:-� «impropiO>� conllevaba consecuencias t:m nefastas como d mismo deshonor · del personaje independientemente de su mismo va-lor personal: baste pensar, por ejcmr!•), en Los Lall·

ccs de amor y fortCifla o en Amar desptu's de la

muerte o rl Tuwnf de la Al¡wjarta, pílra conrirmar lo que venimos diciendo. __ .J

Muy otro es el caso de quien no hn recibido ese honor que le otorga la sociedad sino qc:e más bien se sabe portador de una valía cuyo artífice es su propia virtud. A nadie se le cscnpa que una primera mani­festación verbal del car;ícter intc1ior de este honor es esa frase -«frase estándar», por utiliz:1r un tém1ino acnñado por Pitt-Rivers (1983: 22)- que sale una y o: .1 vez de los labios de tantos pcrsona:cs del teatro del Siglo de Oro: «YO soy quien soy». Esto que po­drfa parecer Ü;1nal o incluso trivial para la concep­ción pragmoítica contcmpor;ínea no lo ero, ni mucho menos, en aquella época. Nos parece altamente re-

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66 ANTHROPOS EXTRA/1 ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN --------------------------------------------------------

vcl;1dora la insistencia de tantos y t;1ntos fY.:TSOr.<ljcs que se obstinan en rcrctir es�:'.$ pa\.llHas pli!;.;:s,�.;-� .. le ct"ndo lodos los elementos exteriores parecen volverse adversos. En ella vemos una nueva rcivin· dicaciún de los derechos del honor ba'"do sobre la vi1tud f¡c¡¡lc a la liranín de los aspectos más aparcr.­tcs del honor. rJastc pcnsJr en cs;1s primeras csccn;1s de Don Snnche d';\rogon, «COmcdi;-¡ heroica)) rrzm­ccsa mJ;1ptad;1 sobre nuestro Palacio cnn{uso, <.Jondc C;u·los, intcrpt:lado por los nobles debido a su inso­lcnci;1, no rcp:-tra en m;ís consideraciones pnra rcs­pom.lcrlcs:. «�CÍ�IlCllr. CC .qt!C jc St¡ÍS llC .111': rai_t poinl de hontc» (A. i. ese. 11!, v: '195\ Estas palabrils y la cncrgí" con guc el soldado las pronuncia tranSp<lrcn­tan muy bien el cuidado que Carlos pone en no ver­se disminuir ni siC]uicr;:t a stls propios ojos (Gcorges, 1954: 126). En efecto, a pesar de los requerimientos de la jerarquía social, Codos confía sola y exclusiva­mente en lo que él cs. F1cnte al desprecio de que es objeto por pa.tc de Don Manrique, el soldado res­ponde con el oplomo del que obtiene su dignidad no de lo que los dem<ls piensen de él -algo que m:\s nb;1jo dcnomin;'lmos el honor-opinión-, sino de lo <¡lle él mismo es en sí y para sí. Confront;"LcJo al resto de los asistentes, Cmlos p;ucce sentir en lo m:ís pro­fundo de su ser una fuert.tl interior que le estimula tt dirigirse " la reina --su última tobla de solvnción--­alcgondo su condición y ser de soldado:

No soy más ni tengo nds,

estos me ll:unnn plebeyo y yo tu hcchur<� me lbmo.

(f//'ofrtcio COI�{IIJO, j. f.) Pem llll segundo ejemplo -y que oa nosotros se

nos nntoja m:h significativo- es el que nos ofrece el mismo Calderón en !"ll Hombre pobre todo es trazos. Como es bien sabido, Félix y Lconclo se dirigen a la iglesia de San Jerónimo a fin de :lrre� glar sus cuentas con el galán Don Diego. En efec­to, éste habío osodo cortejar a sus dos damos de m;-¡ncra solapad;1, esto es, bajo nomb1es diferentes, lo cual había provocado un equívoco acerca de su verdadera identidad. Así pues, los dos jóvenes ca­balleros. pensando cada uno por su cuenta que él y no otro i1a sido ofendido en primer lugar, se dispu­t;'ln -cosa n;1da sorprendente en esta extrapolación del pundonor-- el privilegio de entablar en primer Jugar el duelo con Don Diego; ahora bien, como no llcg:m " entenderse, deciden rrcgtmtnrlc nl ga­l:mtcador quién es en rc;1lid;¡d y a cu(!l de bs dos doncellas ha cortejado primero. El joven gal:ín, sin saber qllé respuesta d;1r y acosado por sus adversa­rios, deja a un bdo toda consideración S01Jrc su

dignidad al tiempo que se apoya en lo único que le es propio:

Yo soy el que soy, y b:lstn haber al campo solido par:l rcf\ir.

[ 1991. j. 111, p. 232.)

11. El honor y la opinión

r::.,t:íhon\OS contemplando el interior del calidoscopio coldcroniano y de repente algo nos llama de modo especia� �.. atención: una imagen borrosa que sin embargo perece prometer ponoromas inusitados. En efecto, se trato de algo tan importante en la drama­turgia de nuestro nutor: el honor concebido como re­putación social. Esle aspecto requiere que nos deten­gamos n considerarlo de manera más precisa, d<�r marcha atrás, como si de tma película se tratase, y enfocarlo con la mayor resolución posible porque el objeto reúne coloraciones hasta ahora inusitadas.

Poco a poco la sociedad ha ido cambiando, mo­dtd:índose con el correr de los tiempos. adquiriendo nuevas perspcctivns, hnstn el punto de que nhom todo parece reducirse a la opinión: el honor ya no es lo que el personaje ha recibido en su nacimiento, su cualidad de noble o de cristiano viejo; tampoco es lo que el pcrson:>jc piense de sí mismo o su virtud ad­quirida: el honor ha venido a crisLalizarse en lo que un tercero piense del personaje en cuestión. · Parece vano decir que los tiempos han cambiado mucho desde que Alfonso X el Sabio publicam sus Siete Partidas. No es�1rá de mós recordar que éste definía la fama como el buen estado del hombre que vive derechamente scglm la ley y las btlenas costum­bres, sin nmncha ni remordimiento de conciencia (cfr. ¡>artida VIl, título V!, ley !, p. 555). Paro el gran rey se trataba de una característica inmutable y propia al hombre de bien, muy cercana a las opiniones de Aristóteles (véase Ética a Nicómaco). que más tarde serán la divisa de Pinciano y, en ocasiones, del mis­mo Cervantes (decimos (<en ocasiones)) pues basta con leer La Fuerza de la sa11gre para defender el par­tido conlrario: «más lastima una onza de deshonro pública que una arroba de infamia sccrcta»).l'/<� obs­tante en el siglo XV!! español, el honor -:Y de miXIo éspcciál en nuestro autor--, la fama se reduce a la buena opinión, a la opinión, sin más� lo cual surone que ha perdido esta estabilidad de antaño: cambionte como el bamx:o, In opinión no es yo el atribulo del hombre de hicn, �ino m:í� bien del homhrc que (<pa­rece» hombre de bien. Mucho se ha insistido sobre este nuevo orúcn de las apmicncitL<i, mucho y sin cm­hargo siempre nos qucd�remos cortos porque «la

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honr� en el mundo [ . . . ] sol�mcnte es opinión» (Gui­llén ele C�slto, El Caballero bobo). Esla friable repu­tación quccl;:¡ así sometid� a todo género ele advcrsi­clnclcs que, con muy poco esfuerzo, son capaces de echar por ticm, en apcn:1s unos instantes, toda la buena fama que un hombre había intentado adquirir a lo largo de tcxla una lnrga existencia. El mismo Cal­derón nos lo recuerda en su Astrólogo fingido:

[ ... ) c¡ue ya la opinión 'es t;m difícil de gatw, cuanto f�cil de ¡x:rder.

[l99l,j.l, p. 132.¡

Aunque comedia de enredo, la máxima no dista mucho ele los grandes dramas del honor donde este tema es ampliamente desarrollado. En uno de el los� A secreto agravio, ucreta ven¡¡aaw, queda aún mis claril, si cabe, la frag'1lidad de este honor que se basa en la opinión: .,

Que el honor, siendo un diamante, pueda un fr,igil soplo (¡ay Diosl) abrasorlc y consumirle, y c¡uc siendo su esplendor m�s <JIIC el sol puro, un aliento sirva de nube n este. soil

[ 1987, j. 1, p. 427.¡

Y m:ís adelante:

· ¿Qúi�nr��o ¿¡ {¡�;�¿i �n -�a�� . que es tan fr��i!?

[lúíd, j. 111, p. 446.]

Así pues, co1nctcríamos· un grave ctTOr si conci­biésemos este honor como una idea platónica, que refulge en el cic Ío estrc!l�do s in consccuenci�s tan­gibles; el honor funcJamcnlado en la opinión actúa, poderosamente, primero en el individuo y después en su familia. No queremos poner aquí en entredi­cho el universo plalón i co: es mAs, en el mundo ba­noco -y rn�s precisamente durante el período que va aproximadamente desde 1580 a 1650-- asistimos a otra imagen propia del genio griego: In invasión de las literaturas occidentales por el mito de la caverna

, (cfr Souillcr, 1935: 235). El mismo I3aeon escribía que a menudo algo nace de nada, puesto que J;¡s menti ras bastan para crear la opinión y la opinión engendra las realidades (véase Ensayos, L!V, 273, ci tado por Souillcr). Pero resu lta que en la cavcma domina la obscuridad, los fantasmas im�ginarios abundan, como ocurrier.1 en el descenso de Don Qu ijote n la cueva de Montesinos o en In bajada fic­ticia ele Quevedo en sus Suclios donde, culiosamen­te, descubre el verdadero rostro de In lnnnanidad. No supone ello que las realidades desaparez.can: si¡;ucn ahí, pero bajo divw;os matices: rn�s sombríos, me-

�;· nos explicables racionalmente, pero patentes e inne- 1:· gables. ·>k

Decíamos que el honor ft1ndamentado en la opi- · 11'• nión acttía poderosamente en el individuo y su fami-' :!· Ji a. De esta manera comprendemos mejor atm la dis­tin_ción que C!wlcs-Yincent Attbrun hada entre la

( ·r.,ma. y la honra. Para este crítico, la fama es «le ·soliél du renompersonnel>;· (1966: 117); el hombre debe actuar de tal suerte que tod<1s, absolutamente todas sus acciones puedan ser consiclemdns honm­das, hasta el punto de que ninguna de ellas pueda clcslustr¡¡r su buena reputación puesto que

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estos exlraiios sucesos �j�n mucho l�s nob!ez�s.

[!99l,j. 1, p. 1.457.]

Es el comcnlario que Don Carlos hace a Don Juan en No siempre lo peor es cierlo; porque teme bs suputaciones que pueda hacer el vulgo a [!ropósi­to ele su inespcr;�da visila. En cuanto a la.lion�u­brun la define como •de souci du rcnon�"Ta-millal"', (ibíd.). 13asle conslatarlo en las palabras de Doñ{ Mmín en la ya citada pieza del Astrólogo fingido:

bien teme, y no sin n1z.ón, que su p;�dre y los veci­nos, lleguen a conocer sus ;unores con Don Juan:

Y un hombre, con sólo hablar, (¡tan f;ícil es la deshonra1) es bastante a quitar la honra <JliC muchos no putdcn d�r.

[199!' j. 1, p. 130.]

Pero ¡¡ún hay más: esas ¡¡p;�rienci<ts no se limitan exclusivnmcnte a lo que los demás piensen de uno mismo; el hombre es, según dicen, un ser social por rwtur�'l_!��.Y. en �-s_o�_!cdarJ _ cl�Sjglo�Jd::>_fp .. t<x.)o�

"csi�b:l tan íntimamente Jigndo -:-:nación, religi�n y '" ITumlra- qtte cunÍq[;Lc;u�ent;¡cJo pcrp��rado�contra iiño'cíc'Cs'ícisciCñí�ntos suponf¡¡ Üna <1frenta directa· ;n¡(i¡:;;6fCiñíSñiO.i5�j�'rrios pam ott.l -ocasióñ-la na-... ,.�- .. -�-· .. ·-·-· ··· ·,·¡·-"'

• , cwn y la rclrgron, y concentmmos nuestra atencron, nt1cstro enfoque, en In famil ia y In imagen que de ella nos ofrecen los espejos reflectantes de nuestro calidoscopio. Resulta que, 01demns de las <1paricncias y la opinión de lm hombre en solitario, ocupa un lugar preponcler<1nte la op inión que la sociedad tiene de tal o cual fnmilia, mñs prccisnmente de la mujer e n el entorno familiar: tal será la opinión que el «vulgo» tcngn ele esa mujer, asf será 1<1 opinión --el honor- del hombre a cuyo cargo c_stá encomendada dicha familia. Esto es lo que se hn dado en llamar ucl honor fun(bdo en mujen> y que pasamos n rcsc­ñ¡¡r muy someramente.

Dura le.x, sed /ex: según I3cystcrvelclt ( 19GG: 214), existe una esttict:� ley que constriñe ni hombre, quié­ralo o no, n dejar en manos de la mujer -por lo

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68 ANTHROPOS EXTRA/1 ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

general en su hij�. su esposa o su amada- el bien viltuosa); así como es carcoma de sus huesos la mu-más preciado en esta época: su honor. No faltan pcr- jer de malas costumbres» (XII, 4). La primera parte sonajes masculinos que elevan al cielo llantos inaca- de esta cita refuerza la importancia de la castidad de bables gimiendo contra esta ley que les parece injusta la mujer, conditio sine qua non para aumentar esa y arbitraria. Esta ley es, de a lguna manera, el emble- «g loria>> del varón; a su vez, la segunda pmte viene a ma, el símbolo del honor-opinión. García Valdccasas, subrayar el peligro que cone el honor del ho1nbre estudiando la complejidad de este honor del hombre cuando la mujer cuya custodia le ha sido encomenda-que repos;� sob re la conducl ;� de la mujer, reconoce da no h;� sabido guard�r el suyo. El texto de los Pro-enfrentarse a un problem� histórico todavía no resucl - verbios nos rarcce muy irnport�ntc, pero quedarnos to. Aun corr todo, en su estudio sob re el hid algo y el :�(In rn{L� fascinados al leer otro que resume mejor honor, intenta proporcion:�rnos una explicac ión pl;�u- :Jlín cmnto venimos diciendo al tiempo que anuncia sible. Considera el crítico en cuestión a quéllos q�re , ·• graves consecuencias sobre el honor del hombre que para él son los tres elementos principales que han in- reposa sobre la conducta virtuosa de la mujer: «La tluenciado J;¡ cultur<1 hispánica: la herencia de la anti- hija es para el p;�dre una secreta inquietud y el cuida-g(icdad greco!Toman�. los principios cristianos y las do que le causa le quit<l el sue iio [ ... ] por temor de costumbres de los pueblos gennánicos. Precis:�mente que mientras es doncell ;� sea manchada su pureza, y en el choque que entre ellos se rrodujo el honor es- se halle estar encint� en la casa patema. [ ... ]A la hija r�iiol entroncaría con sus orígenes . Después de haber desenvuelta, gu�rdala con estrecha custodia, no sea pro fundiz�do en el estudio del honor y la venganza que algún dí� te haga el escamio de tus enemigos, la en la eporcya griega y gcmlánica, García Valdecasas fábul;� de la ciudad y la befa de la plebe» (Eclesiásti-declar;� de manera categórica que las costumbres éri- co, XLlf, 9-11). No andab;� pues descaminado G arcía cas y las creen cias cristi;�nas conviven juntas y se iri- Valdecas�s. al menos en lo que concieme a la tradi-tcgmn en el alrn;� medi eval (cfr. 1958: 156-159). Si la ción bíblica y su i mpronta en l;� socied;�d española. venganz� por el honor u ltrajado es anticristiana, sin Por mrcstm parte, consideramos que la huell;� greco-embargo, dej�r reposar el honor sobre 1<1 mujer es una romana es menor de lo que este crítico prupugna -al idea pro fundame n te cristian<1 puesto que <da mujer es menos en el caso que ahora nos concieme-. Por lo 1<1 g lor i <l del ,v�rón>¡ ({, �or., XI. 7).Ra7.qn no le. falta, que respecta a la tradición gem1ánica, siguiendo la y textos como el citado abundan en la Biblia, donde línea trazada por los enrditos estudios de Sánchez Al-la mujer �dquiere un papel hasta entonces desconocí- bornoz, no podemos neg;rr el enorme peso de los vi-do. Así, en el libro de los Proverbios, leernos que sigodos en la historia de la Península. No obstante «corona de su rmrido es la mujer h�ccndosa [léase nos parece que se ha olvidado aquí la innuencia del

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!JI /".\1'.1\'1 .ri-NOIVI 1>/:l.fY Cit.'JfL(' .

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mundo musulmán, el cual nos parece, cuando menos, el cuarto elemento que ha innuido en la cultura his­p;ín ica. Es cierto que el p;�pcl desempeñado por la mujer en la religión y la cultura musulm�nas no es capit:�l ; al menos, no lo suficiente como para modifi­car en gr:�n medida la concepción del honor del hi­d�lgo o del caballero castellano. En efecto, la inva­sión musulmana, lejos de perturbar la cohesión fami­liar cri sti �na y los valores hisp�nicos, los refuerza por acto renejo: de igual manera que todo elemento per­jud icial para un miembro del cuerpo humano provoca una reacción instantánea de mrtodefensa por parte del resto de los miembros. Precisamente porque el inva­sor rnusulm�n era extraño a la idea del matrimonio cristiano, la estima espiritual de 1:� mujer cobra mayor fuerza mín acentuando la comunión existente entre todos los hispano-cristianos.

Quizás ahora se comprenda con más hondura por qué este honor del hombre, honor que reposa sob re la

.. conducta virtuosa de la mujer, era·indispensab)e para ¡xxler fonnar parte, sin escnípulo de ningún género,

de la cornunic)ad c.�paiiola. A contrario, diríamos que cuando el honor de la mujer se siente amenazado,

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ARGUMENTO

otro tanto ocurre simultáneamente con el del hombre, de manera que este tíltimo no puede ya ser considera­do como hombre honrndo por la sociedad, la cual lo rechaza como elemento impuro. Crccmo;, pues. que la idea del honor-opinión, de la buena o mala rr.pulc.­ción del hombre im.Jcpcndicnterncnlc de sus ::tctos, reivindica sus derechos, pcm esta vez dicha idc;t es íntimamente dependiente de la conduela de la mujer. Duromtc el Rcn;�cimicnto y más Larde incluso con más intensidad en el Oanuco, uno de los ejemplos m:ís cl<1ros del honor como un bien :;••e depende de la opinión ptíblica y como un valo1 'acial -que no ético-, cm el hecho de que un miembro masculino de una familia, por muy roela <]Cit: fuera su propia conduela y por muy bien merecida que fucrn su bue­na reputación, venía a pender su honor cuando una mujer de su familia también lo perdía. Esto equivale a decir que la castidad de la mujer tenía mucho que ver con la buena o mala reputación de los demás miembros de la familia, y más dircc�1mente con la opinión del hombre que estaba encargado de salva­guardar el honor de dicha mujer. Convertido en pie­dra angular sobre la que reposaba el honor del hom­bre, digamos pamfmscando el lílulo de una pieza de Lope que sólo la mujer guarda, en cslc univc1so del l1onor-opinión, la llave del honor masctdino.

Dentro de estos par.lmctros se comprende mejor que n los miembros femeninos de las f<lmilins se los «enclaustmra», incluso nodríamos decir que litcrnl­mentc se los «empareda.d•< como ocurre en algunas obms de Calderón, con el único objetivo de evitar miradas, p<1labras o relaciones que pudiernn dar lu­gar a malentendidos; como diríamos hoy día, que pud ieran dar que hablar. .. Deyslcrvcldl ha expresado con otros términos esta desconfianza mnsculina rcs­pcc!o, n _1� ligereza de la mujer: «L'hommc csl inca-

• �· .. ! ;J'Úlblc de soutcnii son honncur par ses propres vcrtus, il dnit abandonner ce soin ;! la fcmmc; 111<1is en mCrnc tcmps il se rcfusc a rcconnnilrc l'cffic:lcité de la sculc rcssource dnnt dispocc la fcmmc pour dé­fcnúrc son honneur, qui cst sa conduitc ve1tucusc. C'cst bien cettc forme rcdoubléc, sous laquellc s'cx­primc la négation de la validité de l'honor-virtud,

qui constituc un nspcct esscntiel de J'honneur théii· tral du Sicclc d'Or espagnol. Le fait que la femme, en demier ressort, esl incapable de répondre plcinc­ment aux exigences de l'ha�ror-opinión, justi nc !'in­curable déOance de l'homme � I'égard de la femme, son inccssnntc vigirnncc et son intcrvcntion décisivc nu momcn t suprCmc dont la fcmmc dcvicnt bien souvcnl la viclime in nocente» (1966: 204).

Asf pues, estas mujeres viven enclaustrndas, vigi­ladas. El hog<lr famili<1r queda así cemdo a todo contacto con el exterior y, con el objetivo de respon-

1/ANTHROPOS EXTRA 69

dcr a las exigencias del honor-opinión, asistimos a una especie de distribución de papeles: a las mujeres les ha locada en suerte la vi11ud expresada por la pureza sexual; a Jos hombres, la obligación de de­fender el honor de las mujeres . El marido deja su l10nor sobre la fidelidad de su esposa, lo cual se constata una y otra vez en los drarn:ls de honor de Calderón de la Oarca. Otro tanto ocurre en sus co­mcúias de intriga, como Los Empeiios de tm acaso, donde Don l"élix exclama, espada en mano, ni aper­cibir en la ncg111ra de la noche el perfil de un hom­bre en casa de su <1mada:

No puede cst:lr :tqur 1wdie, que mata1lo o conocerlo y;t no me importe.

11 �9t, j. '- r- 1.047.1 Tal era '" silllación en la que se encontraban la

esposa y la amad<1. Otro lanlo ocurre con la hija o la hcm1ana. En esta Espa�ia severa, el padre deja a un lado su papel de educador para convcr1irse en celoso guardi:ín que, m:ís que en la fonn<1ci6n de su hija, debe ocup<lrsc de vcl<1r por su honor. No es otra l a razón po r la que, cuando Don Alonso s e dispone a salir de su casa, de su <<torre úc cristal», ordena a la crinda:

fnés, cieml (Ú CS:l fHICII;l, y h:1sta que yo vuelva, :�bie11a no esté.

[!bid., j. 1, p. 1.043.] En la <lUSencia del padre o después de su muer1e,

este papel recae en el hemnano quien inmediatamen­te pasa a erigirse en defensor del honor familiar (para el desarrollo de este tema, véase Ter Horst, 1982: 141 y s.). Es él, y no otro, quien debe preser­var la buena reputación de la familia' al abrigo de la maldiciente opinión pública . 1-Iabl;íb<lmos de «cmpa­rcdnrn a las mujeres; y no lo dec íamos a la ligera: en la comedia Casa cvn dos puertas, mala es de guar­dar, Marccla se encuentra en una situnción que hoy sería inconcebible. Su hermano l"élix l1a acogido en casa a su amigo Lis<1rdo, quien está de paso en Ocn­ña pnrn obtener la cmz de una orden militar. Te­miendo que la gente pueda pensar que ha aloj ado en su casa a un amigo con ánimo de proyectar en un futuro un posible casamiento p<1ra su hemnana, Félix encierra a esta última en una pequeña estancia de la casa no sin antes disimular la antigua puerta de co­municación con la puerta de Marccla: tan bien lo hace, que Lisardo, aloja do en casa Je I"élix, no lle­ga rá ni siqu iera a saber que su amigo tiene unn her­mana núbiL Tal era la ley del honor-opinión, la sus· ceplibilidad de los guardianes del honor femenino: no de la mujer misma, remachamos, sino del esposo,

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70 ANTHROPOS EXTRA/1

el amante. el padre y el hcnnano: así debía quedar, día y noche, lejos del trato con otros hombres, como si estuviera enclaustrada en un convento.

III. Pérdida y recuperación del honor perdido

Comenzamos en este breve desbroce con los celos que siente el personaje femenino al verse substituido por una rival. Ello es debido a que la mujer que ha exteriorizado su sentimiento amoroso, viémJosc dcs­

deiiada en favor de una tercera, experimenta el senti­miento de arrebato propio del despecho amoroso. En Casa con dos puertas, mala es de guardar, una joven , siente en lo m:\s profundo de su nlmn las congojas de los celos: creyendo que su galán prefiere a otra mu­jer, ella se siente despreciada. Es ésta una especie de deshonor que no debemos olvidar. Como tend:-emos ocasión de ver, este desd�n siembra un desasosiego en el alma de la joven que se considera ultrajada, una Ucsnzón cuya consecuencia inmcdi:-�ta es la furia con todas las consecuencias que de elln se desprenden:

L{'URA. ' . .. · - · ;•._ ... ;. � .... !

¿Qu¿ haré yb; que rcndic.JJ, "pcs;1r de mi vid;, , vivo? ¿Qué es esto, ciclos? M.is bien se deja ver que éstos son celos. porque una ou-dicnt� rabi:t que el sentimiento ilgr�via, un;¡ rt�biosa ir;'l que !J razón admir:1, un compuesto veneno de que el pecho está lleno, una lcmpbda ruria CJUe el COf<IZÓil injuria; ¿qu6 áspid, qué monstruo, qu6 nnimJI, qué ficrn, rucr<�, i<�Y Dios!, que no rucm, compuesta de tan V<�rios desconsuelos 1;¡ hidra de los celos? Pues ellos solos son a quien los m ir:., ruria, rabia, veneno, injuria y irn.

[199l,j.l, p. 283.) Ilcllísima enumeración, sólo comparable con algu­

nas como la del monólogo de Segismundo ... Pero fina­! icemos esta observación sobre los celos femeninos rc­cnlc.lndo que, por lo general, el autor se scrvfa de ellos como de un motivo recurrente para mejor manejar sus intrigas. Lo había hecho Zonilla en su pieza Entre bo­

-bos anda el juego, lo hace ahora Calderón en su Hom­bre pobre todo es trazos (véase 199J,j. !, p. 209).

Mucho se ha escrito sobre los celos y su efecto dramático. Razones no faltan y piezas tampoco. Piénsese en In ópera del pscudo-Cicognini Le Gclo­

sic Fortunatc del Principe Rodrigo, inspirnda en una obra csra•ioln desconocida y que más larde sugeriría

ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN

el Do11 Garcie de Navarre ou L� Princ� Jalou:c de Moliere. Pennfta.senos solamente unn cita del libreto de esta ópera, unas palabras que rene jan n la perfec­ción lo que representan los celos:

Tl:OOALOO. La gclosia C un sospctto, che una belleza mn:-�ta, u pos­scclutt<�, poss<1 O nnmrc, O lílsci<�rsi possedcrc dn nltri; e pcrciO si suol úirc, che nell' Amor vena le non si da :;.e· losi:�; perche la gclosi:l �un sospctto, e que! lo ¡xu1a seco la cwezza del mancarnento [A. 1, ese. V, pp. 26·27). En el Don Garcie de Navarre que acabamos de

citar, el príncipe sospecha que Doña Elvim, princesa dcJr:ón, no le es [ieJ. De nhr In duda -veneno que ehgcndra el miedo de la mentira, como dirrn Ciorn­nescu (1983: 323}-- y las funestas consecuencias que se derivan de la mentirn, puesto que «mentir es considerado como la conduct� m;1.s deshonest01)) (Piu-Rivers, 1983: 32).

Pues bien, a nadie se le escapa que los celos, en este mundo hecho por y para los hombres, son más dramáticos aún cuando la vktimn es un personaje masculino. La mujer, tanto por los requerimientos teatrales como por una innata rebelión ni someti·

miento de que es objeto, pronto intenta romper esta vigilancia; Ter Horsl lo resume brillantemente con estas palabras: «The cloistcrcd femnle psyche yenms lo break out, the excludcd maJe psyche to break in» (1982: 121). En otras ocasiones -piénsese en El Al·

ca/de de Zalamea-, no será ella In manipuladora principal de la trama, sino más bien un tercer hom­bre quien ha venido a poner --o presuntamente ha­bría podido llegar a poner- sus ojos sobre In dama, hija o esposn; incluso, por muy casto que hnya sido el comportamiento de In mujer, no faltan ocasiones en que basta con que se levante una leve sospecha, pesada como una losa, haciendo brotar en el ánimo del varón increrbles arrebatos de cólera: escenas no faltan en los dramas de honor calderonianos.

El caso es que, teniendo, si no m:\s, tanln impolt.111-cia como la misma vida. estos casos que lnnlo ajnn el honor del hombre suponen inmcdia�1111entc un desho­nor sólo comparable con la �nlida de la misma vida. Ante estc desprecio que se hace de su persona. ante In �rtlida de vnlín que experimenta en lo más profundo de su ser, considerado incapaz de hacer respe�1r su viri­lidad, su masculinidad, su valor como defensor de algo tan íntimo, el hombre cae en el deshonor. Deshonrado. pero todavía flsicamenle vivo, hará insólitos esfuerzos por recuperar el honor perdido; arrebatos que suelen ir acompañados de cólcm.

Mediante este procedimiento, el autor aprovecha el inmenso margen de maniobra que le brindan las pasiones de los personajes; desaforados y sin rumbo,

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ARGUMENTO

estos delirios son los que han di'\do Jugar a los gran· des dram�s de honor del insigne escri10r: El médico de su honra, El pintor de .ru deshonra, A secreto agravio, secreta venganw.

Corno nhora veremos, los pcrson :1jcs mJsculinos de las pieza.-; caldcron i;tnns se muestran implac.Jblcs. El hecho de que Guticrre Alfonso Solís prep�r�se con tanto cuidado el asesinato de su cspos�. ofendí�. qué dmb cabe, los valores cristianos. Cabe Mguir que entonces Calderón des�rrollobo su rechazo con­tra 1� tiranío del código soci�l del honor; y, si de hecho llego a admi tir sus máximas, ello se limita a una serie de dramas que según Ter Hor;t, van de 1620 a 1630 (véase 1982� 14��perrnflasenos, por

nuestra parte, a largor estns feehos hnsla bien entrada la déc�da de los treinta). Razón no le falta a Yalbue­na Drioncs cuando prclicrc minusvalori'\r este nsunto pora mejor centrarse en la capacidod del dramaturgo en conmover �1 público (véase 1965: 126). Por su po1te, el autor no tom� partido, sol�mente se condu­ce de �cuerdo con un credo mediev�l (incluso ¡xxle­mos situ�r la trama ('! esta obra en 1369) que toda­ví� poscfo fuctza en el sigló XYlf. El caso es que el esposo, en El médico de su honra, siente muy suyo el honor de su espos�. hasta el punto de constituirse en juez de la vi1tud njcna: un� virtud que, por lo que vamos viendo, no le era en deGnitiva tan �jena. Ce­gado y lleno de desconfianza, Guticm! acaba ro-

:.-_:, · ·,-niendo en P'ác tica las leyes LXH yXCJil de Estilo. En la pieza macslrn A secreto agravio, secreta VCil­

gaHza, tal y como indica el mismo título, nada se ha proclrunodo todovío sob1c Jos tcjodos; el deshonor no es mnniGesto, y si el espectador lo conoce es sólo por­que el pro�1gonista se lo revcln en un soliloquio donde do cuenta de sus más recónditos sentimientos. No en vono Don Lope e� portugués, y «en la literatura cspo­ñolo de Jo época Jos ro•tugucscs opruccen caracterizn­dos reiteradamente como rurognntes, celosos y vengati­vos» (Valbuena llrioncs, 1965: 149); algo que viene a confinnar Jo lectura de El amor médico, de Tir.;o de

Malina. Sospechoso, JlliCS, del castellano Don Luis, de­cide vigilnr a su mujer, pesquisas que le confirman el adulterio que se avecina. Pero como aún nadie sabe de su deshonra, no duda Don Lope en cortar por lo sano, dnr muerte al golán y prender fuego al Jecho de su esposa --<<es�� 1 flor en �1nto fuego helada, 1 que sólo el fuego pudiera 1 abrasarla. .. » (1 987, j. Ill. p. 453)-, metáfora singulnr del fuego de los celos y la rabia de su deshonor que nadie l legru;l a saber.

Dentro de lo diferente que es Elpinrvr de su dcs­hollra, también concum el hado -si acaso se puede hoblar de fatum p�gano en los dramas de Calderón­que viene a confrontarse con decisiones honrosas, como b de Sernfina. Malmaridada, como Jo era Daño

1/ANTHROPOS EXTRA 71

Leonor en A secreto agro vio, Serafina decide defen­

der su rcputnción a pcsnr de las circunstancias ndvcr� sas. Pero los rayos invocodos por la dama que intenta defender su honor y los disporos que se oyen v�tici­n:lndo el desenlace final, conjugan llll pcrrccto p;tra­lcli.,mo con ese fuego ohra.sodor -royos de lu7. y fuego de dispocos- que se obren poso cuondo Don Juan retrata con 'iicstro pincel su deshonra.

P mcb:ls --o f.1ls.1s p mcba.c;;;--, mentira --o ¡¡pa­ricncia de mcntiro, que todo se combino en el borro­co-, dudas y sospecho: condimentos del deshonor, del honor perdido o que vendrá a perderse cuando ' el «vulgo>> moldiciente llegue a tener suposiciones

·. -fundadas o no, que todo da igu�l en la palestrn- ": de la ligereza de su mujer o de su amada: es lo que ·· ocum! en los dramas de Calderón.

Sin cmb�rgo, no cst:\ de m:is rccordor que el bo­rroco es un escenario de pasión y dcsvnrios, pero, ante todo, es un teatro de vid� -nuevo poradoja­que reclamo una y otrn vez la recuperación, la relta­bilit�ción de eso vido, Jo cual no es posible sino re­cuperando el honor perdido.

Uno de Jos aspectos que se desprenden de las ha­zañas guemras es lo glorio que el soldodo alcanza en ellns. Los coballcros adquiríon una especie de lu5tre del que ante.' corecf�n. Ahora bien, si In nación ven fa a c.'tar folla de enemigos -piénsc'e en Jns órdenes militores, de modo especial en la progresiva depaupe­ración que conocieron algunas de .ell�s a medida que iban desoporeciendo enemigos que les dieran razón de existir-, estos coballcros se vcí�n entonces des­provistos del medio má.'l cxtrnordinatio y C')Uedaban entonces «condenodos>> a obtener dicho predicamen­to que da el cornjc mcúionte los dcs�fíos y los duelos con otro� sujetos del reino. Pero no es suficiente con querer querellarse con alguien: es preciso que el �d­vcrsario esté revestido de ese brillo que sólo propor­cionan el nacimiento y la bravura en Jo ba�11la. No es otra la razón por la que algunos coballeros, como el conde en lAs Mocedades del Cid de Guillén de Cas­tro o en el mismo Cid de Comeillc, habfan rechazado de buenas a primeras un comb�te con el joven Rodri­go: ¿qué gloria pod•ín obtener un conde, cuya espod� se había teñido en tan�1s oc.1siones con la sangre de Jos moros, al vencer en simple duelo a un jovenzuelo que aún no había tenido Jo posibilidad de demostrar su valor contra los enemigos de la patria?

Por otro lado, tombién es preciso, según estas le¡ yes del honor, que lo venganza sea lo m:ls monifies­ta posible, como se deja ver, por ejemplo, en Donde 110 hay agravios no hay celos, de Rojas Zorrilla, donde el joven Don Juon responde a su escudero Sancho, quien le ha propuesto que desaffe a su ene­migo en pleno c�mpo:

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72 A N T H R O P O S E X T R A ! l ,\ NÁLIS15 E INVESTIGACIÓN ------------------

lJO."l JUAN. [ .. . J No. Porque aunf1UC se satisfacen en el c;,mpo l::�s vcnganz�s. en c;1sos de honor t:1n graves, aunqlJC vcm.a a mi enemigo no quiero ) o nvcntur:trmc a que no se cuente bien, ()l<C a!!í no lo miril nadie.

Hemos habl;�do de Gutierrc y de su esposa Men­da, de Don Lope y Doña Leonor, de Don Juan y Serafina. At� toinvestido con la potestad de médico, Guticrrc sólo btlSC.:lb\1. curí\r --curnrsc a s( mismo, de allí el adjetivo posesivo del títub- una enrenncdad espiritual: el deshonor que, si no se atajaba. acarrcmía la mue1te de su íntimo ser castel lano y español. Si el alma sólo es de Dios, como Icemos en El A lcalde de Zala111ca, no es menos cic1to que esta alma sólo nsis· te en el ünico lugar que le ha sido rcscrvndo, esto es: el honor (cfr. 1 987, j. l l l , p. 340). Y. sin embargo, lo CLlrioso es que siempre percute y repercute en nuestro interior la cmcldad de los maridos que dan !in a los dío.s de sus mujeres ; el caso es que «en b red de circunst::mciJS f�rrcarncntc cncaJcn:J.das -azar, fCCC· lo, miedo, oculiación, disimulo, malentendido-. el hotnbrc no r:lrccc tener otra sa l itla que mntar a la tnujcr, �n1nquc la decis ión de mzl!ar k cause sufri­miento c. i ncluso [ . . . ] le haga prornanpir en pnl nbras uonJc e'prcso su desesperación y su deseo de nuto­aniquilomicnLo» (Rui z Ramón, 1 984: 1 83). Pero tén­gase en cuenta que estas venganzas encaminadas a la recuperación del honor son venganzas «en fria)): por todas partes ap:ll'ccen rayos gucmndores. ruegos abra­sadores y disparos. mo.s no por ello cada uno de los asesinatos de �o ·cón) ugc '�' resultado del azer .o del r�caloramicntc inmediato: la venganza auténliea es un plato r¡uc se come en [rio, qt1e n1cjor se saborea si es premeditada de mcx!o f1l1C no <.leja cnbicJa alguna al cn·or: la deshonra no era ocasional ; l a recuperación del hono1 tampoco había de sedo. De ahí guc se mezclen tantas contradicciones, bs de la insol uble unidad dialéctica (cfr. ibtd. ); concurrencia de opo.si­ci onc> y pnradojo.s donde se imbrican íntimamente Jo lógico y lo absurdo, lo neccs:ll'io y lo monstruoso. llenando de cmoc: ión y colorido este honor de espe­jismos e o el interior de nuestro calidoscopio.

Sociedad de apariencias, habíamos dicho; apa­riencias que reclamaban que, al igual que cuMdo el cle,.honor era c lamado sobre Jos tejados -esto cs. de oreja a oreja, a tiempo y a destiempo-, su rccupc­l ación también fuera lo más apilrcntc y estruendosa posible: si el agravio había sido secreto, la venganza venía a serlo también; en caso contr:uio. todos ha· bían de saber guc el ofendido recobraba una vida al lf

mismo donde la hobía pe rdido. Los sentidos pasaban a un primer plano: los labios habían de proclamorlo. los ojos debían verlo y los oídos oírlo.

Quizás tros este recorrido nuestro calidoscopio, el de Calderón y su concepción del honor, haya queda­do menos confuso. l-Iemos visto cómo poco a poco, pero con tesón, ha ido cristaliz<lndose en varias de sus acepciones y de modo especial en la ú lt imo de ellos: la del honor concebido como buena reputo­ción. Los mil colores que habfamos visto desde el extremo opt1esto pan:cfan esmaltes. pero ahora com· prendemos que son el reflejo nítido de la vida que parecía haberse perdido y que viene " conjugarse en fntima si111tftosis con el honor de strs person:ljes.

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